Agotamiento y
destrucción de los recursos naturales
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Conviene
comenzar reflexionado acerca del significado de “recurso”, definido en los
diccionarios como "bien" o "medio de subsistencia", por lo
que tan recurso natural puede considerarse un yacimiento mineral explotable o
una bolsa de petróleo, como un bosque, o el aire respirable... (Vilches y Gil
Pérez, 2003).
De hecho, lo
que consideramos recurso ha ido cambiando con el tiempo. El petróleo, por
ejemplo, era ya conocido hace miles de años, siempre tuvo las mismas
características y propiedades, pero su aparición como recurso energético es muy
reciente, cuando la sociedad ha sido capaz de explotarlo técnicamente. Y otro
tanto se podría decir de muchos minerales, de recursos de los fondos marinos,
de los saltos de agua o de la energía solar, que obviamente siempre han estado
ahí.
Por otra
parte, la idea de recurso lleva asociada la de limitación, la de algo que es
valioso para satisfacer necesidades pero que no está al alcance de todos. Por
eso, el agotamiento de los recursos es uno de los problemas que más preocupa
socialmente, como se evidenció en la primera Cumbre de la Tierra
organizada por Naciones Unidas en Río en 1992.
Se explicó
entonces que el consumo de algunos recursos clave superaba en un 25% las
posibilidades de recuperación de la Tierra. Y cinco años después, en el llamado
Foro de Río + 5, se alertó sobre la aceleración del proceso, de forma
que el consumo a escala planetaria superaba ya en un 33% a las posibilidades de
recuperación. Según manifestaron en ese foro los expertos: "si fuera
posible extender a todos los seres humanos el nivel de consumo de los países
desarrollados, sería necesario contar con tres planetas para atender a la
demanda global”.
Dicho con
otras palabras: nos enfrentamos a un grave problema de agotamiento de recursos
esenciales a pesar de que la mayoría de los seres humanos tienen un
reducido acceso a los mismos. Un agotamiento de recursos que ha jugado un papel
determinante, aunque no exclusivo, en el colapso de pasadas civilizaciones y
que ahora amenaza con conducir “al colapso de la sociedad mundial en su
conjunto” (Diamond, 2006). ¿Y cuáles son los recursos esenciales cuyo
agotamiento está planteando problemas?.
Resulta
obligado, claro está, referirse al agotamiento de los recursos
energéticos fósiles, que aparece como uno de los ejemplos más claros.
Sin embargo, los comportamientos sociales en nuestros países
desarrollados no muestran una real comprensión del problema: seguimos
construyendo vehículos que queman alegremente cantidades crecientes de
petróleo, sin tener en cuenta, ni las previsiones de su agotamiento, ni tampoco
los problemas que provoca su combustión o el hecho de que constituye la materia
prima, en ocasiones exclusiva, de multitud de materiales sintéticos (fibras,
plásticos, cauchos, medicamentos…). Al quemar petróleo estamos privando a las
generaciones futuras de una valiosísima materia prima.
Naturalmente
resulta difícil predecir con precisión cuánto tiempo podremos seguir
disponiendo de petróleo, carbón o gas natural. La respuesta depende de las
reservas estimadas y del ritmo de consumo mundial. Y ambas cosas están sujetas
a variaciones: se siguen realizando prospecciones en busca de nuevos
yacimientos e incluso se está volviendo a extraer petróleo de yacimientos que
hace tiempo fueron abandonados como no rentables. Pero las tendencias son cada
vez más claras y ni los más optimistas pueden ignorar que se trata de recursos
fósiles no renovables, cuya extracción resulta cada vez más costosa, lo que se
traduce en un encarecimiento progresivo del petróleo, que se ha
disparado de forma alarmante tras la invasión de Irak.
La evidencia
fundamentada de que se está alcanzando el cenit de la producción petrolífera
(“peak oil”) se ha convertido en un motivo de muy seria preocupación, como
muestran documentados trabajos en los que se analizan las consecuencias de un
“mundo de baja energía” (Ballenilla, 2005) y ha dado lugar a la creación
en 2009 de la Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA), con el
cometido de asesorar a los países en materia de política energética y de
promover el desarrollo de las energías renovables.
Pero,
desgraciadamente, la situación de emergencia planetaria no es atribuible a un
único problema, por muy grave que sea el agotamiento del petróleo. De hecho,
algunos temen que no llegue a agotarse lo suficientemente aprisa para poner
freno al acelerado cambio climático que está provocando su combustión (Lynas,
2004). Y si seguimos considerando el problema del agotamiento de recursos, para
la inmensa mayoría de la población mundial resulta tanto o más grave el proceso
de desertización y drástico descenso de los recursos hídricos, un recurso esencial
tan sólo aparentemente renovable, en cuyo acceso se dan desequilibrios
insostenibles y al que, por su importancia vital, hemos dedicado
específicamente uno de los temas de acción clave (Nueva cultura del agua).
Y es preciso
referirse a otros muchos recursos que han sufrido una drástica disminución
como, por ejemplo, las pesquerías. Alteraciones ecológicas, como las provocadas
en la desembocadura de los ríos, a las que no se deja llegar suficiente agua, o
la utilización de técnicas como las redes de arrastre, han esquilmado
irreversiblemente muchos caladeros. Algunas de las especies comerciales se
encuentran por debajo de un 1% respecto a sus existencias de hace unas décadas,
con los consiguientes conflictos entre países y comunidades pesqueras: miles de
pescadores se han quedado sin trabajo en países como Canadá o España, obligando
al desguace de las flotas. Según un reciente estudio (Worm et al., 2006), el
conjunto de la fauna marina se encuentra en una situación de auténtico peligro
lo que repercutirá en la calidad de vida de la especie humana ya que, entre
otras cosas, el mar provee del 50 % del oxígeno que respiramos y constituye un
filtro para la contaminación, además de una fuente de alimento esencial. En
dicha investigación se señala que el 30 % de las especies marinas que se
pescaban ya se ha colapsado, lo que significa que su número total se ha
reducido en un 90 % desde 1950 y que, si no se toman medidas urgentes, las
especies que en la actualidad capturan las flotas pesqueras entrarán en
situación de colapso antes de 2050.
Los
problemas y desequilibrios se potencian así mutuamente, poniendo en peligro la
supervivencia de la especie humana. Un ejemplo claro de ello lo constituye otro
recurso esencial en retroceso: el de la masa forestal. En los últimos
100 años el planeta ha perdido casi la mitad de su superficie forestal. Y, como
señalan informes de la FAO (Organizaciónde la Alimentación y la Agricultura) la Tierra sigue perdiendo de forma neta cada año
11,2 millones de hectáreas de bosques vírgenes. Esto sucede, según informes del
Fondo Mundial para la Naturaleza, como consecuencia fundamentalmente
de su uso como fuente de energía (cerca de 2000 millones de personas en el
mundo dependen de la leña como combustible), de la expansión agrícola y
ganadera y de la minería y de las actividades de compañías madereras que, a
menudo, escapan a todo control. Un informe del gobierno brasileño reconocía en
1999 que el 80% de la madera extraída de la Amazonía se obtenía sin permiso. Y
las áreas taladas de bosque tropical en África corresponden a especies que
tardan más de doscientos años en crecer. Un problema al que se ha venido a
sumar la deforestación que está provocando la explotación del cotlán en África
con gran impacto, además, en la biodiversidad.
Esta
disminución de los bosques, particularmente grave en el caso de las selvas
tropicales, no sólo incrementa el efecto invernadero, al reducirse la absorción
del dióxido de carbono (ver frenar el cambio climático) sino que, además, agrava el
descenso de los recursos hídricos: a medida que la cubierta forestal mengua,
aumenta lógicamente la escorrentía de la lluvia, lo que favorece las inundaciones,
la erosión del suelo y reduce la cantidad que se filtra en la tierra para
recargar los acuíferos. No olvidemos, por otra parte, que en los bosques vive
entre el 50 y el 90 por ciento de todas las especies terrestres, por lo que su
retroceso va acompañado de una gravísima pérdida de biodiversidad
(Delibes y
Delibes, 2005). Y aún hay más problemas derivados de la reducción de la masa
forestal: conforme se va facilitando el acceso a los bosques con carreteras
para recoger los árboles talados, etc., éstos se hacen más secos y más
susceptibles a los incendios, lo que reduce aún más la masa boscosa y ello, a
su vez, hace que menos agua de lluvia se filtre en la tierra… y así se abre una
espiral realmente infernal: nunca ha habido incendios como los de estos últimos
años en las selvas tropicales de Borneo, Java, Sumatra… La tala de árboles para
la venta de la madera y la quema de terrenos para prepararlos para la
agricultura, unidos a fuegos espontáneos, llegaron a formar una columna de humo
que se dispersó más de un millón de km2 y que afectó a 70 millones de personas
de ciudades muy alejadas. Y lo mismo ha ocurrido repetidamente en la selva
amazónica.
Y ello se
relaciona con la pérdida de otro recurso natural: el suelo cultivable,
justamente cuando nos encontramos en el momento de aumento de la demanda alimentaria
más grande de toda la historia. Se trata de otro ejemplo de vinculación de
múltiples problemas. Tenemos, por una parte, la incidencia del crecimiento de
las ciudades y del número de carreteras a costa de suelos fértiles (ver urbanización sostenible).
Así, desde
los años ochenta se pierden en China más de 400000 hectáreas de tierras de
labor cada año debido al auge de la construcción y al crecimiento industrial, y
lo mismo ocurre con otros países asiáticos, como Corea, Indonesia y Japón, en
los que la rápida industrialización devora las tierras agrícolas y, como
consecuencia, deben importar más del 70 % de los cereales que consumen.
Por otra
parte, las talas e incendios se realizan, supuestamente, para disponer de más
suelo cultivable, pero el resultado suele ser una degradación total al cabo de
muy poco tiempo: es lo que ocurre en las selvas tropicales. Por ejemplo, los
gobiernos brasileños, a principios de la década de los 80, incentivaron la
colonización de algunas zonas del bosque tropical, contando con la supuesta
fertilidad de un suelo capaz de hacer crecer tan frondosa vegetación. Pero al
cabo de poco tiempo de haber talado y quemado grandes extensiones, ese suelo
fértil, de muy escaso espesor, había sido arrastrado por las aguas al no contar
con la fijación de los árboles; y las extraordinarias cosechas del primer año
disminuyeron drásticamente. Pero era ya tarde para rectificar y en esas zonas
no se puede seguir cultivando… ni crecerá de nuevo el bosque, contribuyendo así
al incremento del efecto invernadero.
Esta
deforestación ha continuado en Brasil. A través de observaciones vía satélite
se ha podido seguir la expansión de las zonas deforestadas. Cada año se dan
cifras que comparan el tamaño de las zonas deforestadas en la Amazonía con el
de regiones como Galicia o países como Bélgica, mientras
"megaincendios" de extensión semejante prosiguen año tras año,
siempre con idénticos resultados de pérdida de suelo por la erosión.
Este
fenómeno de la erosión destructiva se ha producido en muchas otras zonas
del planeta por el afán de ampliar las superficies cultivadas a tierras
marginales. En lo que fue la URSS, la ampliación de los cultivos en
las llamadas tierras vírgenes apareció como una gran conquista, pero muchas de
esas tierras se han perdido ya debido a la erosión. Un caso paradigmático de
desastre ecológico provocado por esa política de ampliación de tierras
cultivadas es el que se ha producido en torno al Mar de Aral: se desviaron los
ríos que vertían en él para irrigar campos de algodón y el resultado ha sido la
desecación de un mar que era navegable. Y lo peor es que el viento ha esparcido
la sal del lecho seco por los campos de cultivo, poniendo fin a una prosperidad
de apenas dos décadas.
Pero una de
las causas más importantes de la degradación del suelo cultivable procede de la
agricultura intensiva, que se traduce en erosión eólica
(el suelo arado se disgrega más fácilmente y es arrastrado por el viento),
apisonamiento de los suelos por el paso de maquinaria pesada, alteración de la
composición química de los suelos (acidificación, pérdida de nutrientes), etc.
Se habla de una espiral de degradación que ha afectado ya a la mitad de los
suelos cultivables (Bovet et al., 2007, pp 16-17).
Por otra
parte, el uso de biocombustibles, como el bioetanol o el biodiésel, está
impulsando el uso de maíz, soja, etc., que era destinado al consumo humano, lo
que no sólo está contribuyendo a la escasez de estos productos sino que además
está provocando deforestaciones para contar con nuevas superficies de cultivo,
pérdida de biodiversidad e incremento de los costes en la industria
alimentaria. Afortunadamente las críticas a estos biocombustibles está
promoviendo la investigación en alternativas más limpias: los denominados biocombustibles
de segunda generación que se producen a partir del aprovechamiento de
gramíneas, paja, desechos agrícolas, residuos orgánicos humanos y de animales,
etc.
Y no debemos
olvidar esos recursos fundamentales –pero a menudo ignorados como recursos
porque aparentemente “no cuestan dinero”- que suponen los sumideros (la
atmósfera, los mares, el propio suelo) en los que se diluyen y en ocasiones se
neutralizan los productos contaminantes fruto de la actividad humana. Y se
trata de recursos que estamos también perdiendo: los suelos, los océanos, el
aire, están saturándose de sustancias contaminantes. Particularmente grave es
el hecho de que los océanos (que contienen unas 50 veces más CO2 disuelto que
la atmósfera) y suelos como el permafrost ártico están transformándose, al
elevarse la temperatura, de sumideros en fuentes de CO2 y metano,
amenazando con un fatal incremento del efecto invernadero (Pearce, 2007).
Conviene
destacar, así mismo, lo que suponen los conflictos bélicos para, entre otras
cosas, la destrucción de recursos y cómo, a su vez, el afán por la posesión de
determinados recursos ha contribuido a lo largo de la historia al desarrollo de
conflictos. Podemos referirnos así a toda una serie de tristes ejemplos: las
terribles consecuencias del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima
y Nagasaki; el uso de armas químicas y biológicas para lograr la defoliación de
la selva vietnamita (diez millones de hectáreas de tierra inutilizadas y una
tercera parte de los lagos de Vietnam del Sur desaparecidos junto con los
efectos catastróficos del denominado “agente naranja” con una quinta parte de
los bosques de Vietnam del Sur destruidos y más de un tercio de los manglares
desaparecidos); los incendios de más de 600 pozos petrolíferos en la Guerra del
Golfo (la mayoría de ellos estuvieron arrojando petróleo en el desierto durante
meses, produciendo unas grandes nubes de humo y lluvias negras que aniquilaron
la vegetación y contaminaron las aguas); el conflicto en la Franja de Gaza, que
se prolonga desde hace décadas y que ha afectado de forma tan devastadora a las
reservas de agua subterránea (de las que depende un millón y medio de
palestinos); los grupos armados en Liberia y la República Democrática del Congo
que han recurrido a la explotación de los diamantes, la madera y el oro para
financiar y perpetuar los conflictos (con graves repercusiones para el medio
ambiente y el desarrollo)…
Como
señalaba el Secretario general de Naciones Unidas en 2008, con ocasión del Día
Internacional para la prevención de la explotación del medio ambiente en la
guerra y los conflictos armados: “El medio ambiente natural goza de protección,
según se establece en el Protocolo I de los Convenios de Ginebra. Pero a menudo
esa protección no se respeta durante la guerra y los conflictos armados. Se
contaminan los pozos de agua, se queman cultivos, se talan bosques, se envenena
el suelo y se matan animales, todo ello con miras a obtener una ventaja
militar. La desecación de los pantanales del delta del Éufrates y el Tigris en
el decenio de 1990 fue un ataque deliberado contra el ecosistema por razones
políticas y militares. De los Balcanes al Afganistán, del Líbano al Sudán, las
Naciones Unidas están estudiando el impacto ambiental de los conflictos en todo
el mundo. Hemos visto de qué manera el daño ambiental y el derrumbamiento de
las instituciones amenazan la salud, los medios de vida y la seguridad del ser
humano. Esos riesgos también pueden poner en peligro una paz frágil y el
desarrollo de las sociedades después del conflicto. En Afganistán, la guerra y
la desintegración institucional se han combinado para causar importantísimos
daños. En un claro caso de desplazamiento inducido por el medio ambiente,
decenas de miles de personas se han visto obligadas a trasladarse de las zonas
rurales a las urbanas en búsqueda de alimento y empleo”.
Una vez más
podemos ver la vinculación de los problemas, sin que, desafortunadamente,
podamos pensar en encontrar solución, aisladamente, a ninguno de ellos. Pero
las soluciones a la situación de emergencia planetaria existen y han sido
apuntadas por los mismos expertos que han señalado los problemas (CMMAD, 1988;
Mayor Zaragoza, 2000; Brown, 2004): se trata de poner en marcha, conjuntamente,
medidas tecnológicas (Tecnologías para la
sostenibilidad), cambios
de comportamientos y estilos de vida (Educación para la sostenibilidad) y políticas (Gobernanza universal).
No todas son
medidas sencillas, por supuesto, pero es urgente comenzar a aplicarlas, como
afirma Brown (2004), con “una movilización como en tiempos de guerra” y prestar
la debida atención a las “Pautas para aplicar el principio de precaución a la conservación de la
biodiversidad y la gestión de los recursos naturales”.
Algunas
iniciativas en esa dirección se han mostrado particularmente fructíferas. Es el
caso del “Movimiento del Cinturón Verde” (Green Belt Movement)
iniciado en 1977 por la la Dra. Wangari Maathai, la primera mujer africana y
primer especialista en medio ambiente en recibir el Premio Nobel de la Paz (en
2004). Fue en principio una iniciativa para hacer frente a los desafíos de la
deforestación, la erosión del suelo y la falta de agua y ha logrado ya la
plantación de muchos millones de árboles. Pero ese es solo un primer objetivo
de este programa desarrollado fundamentalmente por mujeres: al proteger el
medio ambiente, esas mujeres ponen en práctica un uso sostenible de recursos
tan esenciales y escasos como el agua y se convierten en promotoras de un
desarrollo económico equitativo y, en definitiva, en firmes defensoras de los
derechos humanos. Como explica Wangari Maathai, “con el simple acto de plantar
un árbol nos damos esperanza a nosotros y a las futuras generaciones”.
La Asamblea
General de las Naciones Unidas proclamó 2011 como el Año Internacional de los
Bosques con el fin, entre otros, de fomentar la toma de conciencia sobre la
ordenación, la conservación y el desarrollo sostenible de los bosques de todo
tipo, para luchar contra la desertización y el cambio climático y, en
definitiva, para promover la acción internacional para la conservación y el
desarrollo de los bosques como parte integrante del desarrollo sostenible
del planeta. “Bosques para la gente” es el tema principal del Año,
destacando la relación dinámica entre los bosques y las poblaciones que
dependen de ellos para la consecución de sus medios de subsistencia.
Como se
señala en el Informe GEO-5 (UNEP, 2012), el desarrollo no tiene por qué
alcanzarse a expensas del medio ambiente o de las poblaciones que dependen del
mismo. El informe describe algunos caminos que se pueden seguir para evitarlo.
De hecho, muchos de los proyectos que analiza demuestran que un mayor
entendimiento del valor de los recursos naturales puede servir de estímulo para
el desarrollo. Una nueva definición del concepto de riqueza que vaya más allá
del producto interior bruto e incluya indicadores de sostenibilidad es la mejor
manera de aumentar el nivel de vida y el bienestar de todas las comunidades,
especialmente de las de los países en desarrollo".
Todos
podemos contribuir a esta defensa del medio y protección de recursos vitales.
Todos podemos y debemos aplicar las “3R” (reducir, reutilizar y reciclar) y
contribuir a la necesaria toma de decisiones colectivas. Estimaciones como las
que proporciona el cálculo de la mochila ecológica de cada
producto (que indica la cantidad de materiales que se suman durante el ciclo de
vida de dicho producto) pueden ayudarnos a esta toma de decisiones. Así, por
ejemplo, una bandeja de madera de 1.5 Kg de peso tiene una mochila ecológica de
algo más de 2 kg, mientras que si se trata de una bandeja de cobre, que preste
los mismos servicios, su mochila puede superar la media tonelada. Igualmente
relevante es el cálculo de aquellos recursos esenciales, como el agua, que se
utilizan en la elaboración de un producto, aunque no aparezcan en el producto
final, por lo que reciben el nombre de “virtuales” (“agua virtual”, etc.).
En
definitiva, el peligro de agotamiento de recursos y de transformación antrópica
de los ecosistemas, debidos a nuestras formas de vida, es realmente muy elevado
y exige la urgente adopción de medidas de ahorro, protección y regeneración.
Referencias
en este tema “Agotamiento y destrucción de recursos”
BALLENILLA,
F. (2005). La
sostenibilidad desde la perspectiva del agotamiento de los combustibles
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Cita
recomendada
VILCHES, A., GIL PÉREZ, D., TOSCANO, J.C. y MACÍAS, O. (2013). «Poner fin al agotamiento y destrucción de los recursos naturales» [artículo en línea]. OEI. ISBN 978-84-7666-213-7.
VILCHES, A., GIL PÉREZ, D., TOSCANO, J.C. y MACÍAS, O. (2013). «Poner fin al agotamiento y destrucción de los recursos naturales» [artículo en línea]. OEI. ISBN 978-84-7666-213-7.
También puedes consultar el siguiente enlace http://casasruralesyeste.wordpress.com/ , Centro Turismo Rural Salud, Ocio y Relajación Los Ahijaderos de Tus.
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